Ser migrante nos hace elaborar nuevas preguntas, entendemos que las cosas en cada sitio tienen diferentes relevancias y se nombran diferente. Extrañamos vocablos, olores, cielos, sonidos, texturas. Nos angustia lo que sucede en la lejanía, trastoca nuestra realidad interna aunque al abrir la puerta de casa parezca todo igual. Siempre vivimos con las maletas bajo la cama, con los objetos trashumantes, a punto de partir de nuevo, de huir de nuevo, de regresar de nuevo.
Una vez que migramos, ya no volvemos, el corazón se divide y la melancolía del lugar abandonado siempre permanece.
La primera vez que escuché la palabra nepantla, fue en referencia a La generación Nepantla: un grupo de poetas pertenecientes al exilio republicano español como Angelina Muñiz-Huberman, Concha Méndez y María Zambrano. Se decían trasterrados; no desterrados.
Nepantla viene del náhuatl y significa “entre dos tierras”. Esto hizo eco en mi proceso de ida y vuelta, en ese espejo de lo que sintieron viviendo aquí antes y lo que sentimos viviendo allá ahora. Quienes decidieron moverse y quienes decidimos movernos. Por qué. Los deseos y las carencias. La imposibilidad de la vuelta al origen porque se trastoca, ya nunca más es. Volver a ser otra que no soy yo o que no era yo. Mi identidad. Mi condición de migrante en Cataluña. Mi genealogía de constantes exilios. Mi padre colombiano, mi bisabuela guatemalteca, mi hija que no nació donde vive. Mis saudades y mi memoria desmadejada, heredada.
Años después volví a escuchar “nepantlera”, a través de la escritora chicana y feminista Gloria Anzaldúa, tomando consciencia de la frontera como lugar de autoconocimiento:
“Las transformaciones ocurren en este espacio intermedio, un espacio inestable, impredecible, precario, siempre en transición, que carece de límites claros. Nepantla es tierra desconocida, y vivir en esta zona comunicante significa estar en un estado constante de desplazamiento, una sensación incómoda, incluso alarmante.”